Gakugyojuju omamori
Desde siempre he tenido afición a escribir, me ha gustado. Tengo en casa guardadas narraciones de cuando tenía catorce o quince años, que a veces releo sonrojándome al ver lo malas que son. Monté un blog en el que cada tres o cuatro días incorporaba una narración corta, de veinte a treinta línea. No tenía muchas visitas, pero alguna de ellas me elogiaba (hay gente muy amable suelta por el mundo).
Me apunté a una escuela de narrativa a la que iba un día por semana, tres de horas, y allí me enseñaron la diferencia entre decir y mostrar; la atmósfera, la acción, el resumen y las escenas; los puntos de vista del narrador; los tiempos: reales, convencionales, sicológicos; tipos de personajes y su caracterización; la trama, el argumento, el desencadenante, el nudo y el desenlace; las técnicas, en definitiva, necesarias para escribir de forma pulida.
Lo que no me enseñaron es a tener ideas, aunque hiciésemos semanalmente ejercicios en los que, por fuerza, tenías que desarrollar una idea con mayor o menor acierto. Pero siempre me quedaba la sensación de que aun estando el relato bien estructurado no contenía una historia arrebatadora.
Acabé el curso, seguí publicando cosas en el blog, sin duda mejor escritas que antes, pero no eran historias que causaban el impacto que yo quería en el lector. Incluso, en un acto de orgullo, me presenté a varios concursos, de esos que organizan los ayuntamientos y que te premian con doscientos euros o una estancia de fin de semana en el balneario del pueblo. Pero aparte de alguna carta de agradecimiento, que denotaba cierta educación por parte del comité organizador (no siempre), no obtuve nada mas. Seguía convencido de ser el mejor escritor del mundo y de que el mundo no me entendía. Me consolaba recordando la historia de John Kennedy Toole cuya novela fue publicada once años después de su muerte, gracias a la tenacidad de su madre, y se convirtió en un gran éxito, Pullitzer póstumo incluido. Yo no tenía ni siquiera esa posibilidad, pues mi madre había fallecido hacia tiempo.
Seguía con mi vida rutinaria cuando un día, mientras tomaba una hamburguesa en Los Robles, me llamó la atención un objeto que estaba en una de las sillas de la mesa en que estaba sentado. Era una pequeña bolsa rectangular blanca, con dibujos parecidos a espigas de trigo de diferentes colores, y con unas palabras escritas en chino o en japonés. La bolsa estaba cerrada con una cuerda con un nudo similar al símbolo matemático de infinito. La primera tentación fue abrirla para ver que había en su interior, pero no sé porque extraño motivo no lo hice. Después de mirarla un buen rato decidí quedármela y la guardé en un bolsillo. Al llegar a casa la puse en un cajón del escritorio donde guardo los recuerdos y las cosas raras.
A partir de aquel día empecé a escribir uno o dos relatos diarios en el blog, las visitas subieron vertiginosamente y, a las dos semanas, se puso en contacto conmigo una prestigiosa editorial para publicar un libro de cuentos con los últimos relatos del blog. El acuerdo fue rápido y se publico el libro con una importante campaña publicitaria que incluía presentaciones en El Corte Inglés, el FNAC, la Casa de Libro, etc. En dos meses se convirtió en el libro mas vendido del país. No me costaba nada escribir, las ideas venían a mi cabeza con mas rapidez de lo que era capaz de transformarlas en relatos.
Un día revolviendo por los cajones di con la bolsa que había encontrado en aquel bar. Volví a mirarla con curiosidad, como la primera vez, y decidí enterarme que era. Fui al Museo Oriental, que está en el Real Colegio de los Padres Agustinos, y pedí por alguien que pudiera informarme acerca de objetos orientales. Me indicaron que el padre Pérez Toral podía ser la persona adecuada y, atentamente, me acompañaron hasta el despacho del mismo.
El padre me atendió muy educadamente y al ver el objeto que le enseñé me explico que era un amuleto japonés, concretamente, un Gakugyojuju omamori. Estos amuletos son propios de la religión sintoísta y éste en concreto sirve para temas relacionados con el arte, la escritura y los estudios, dijo. Consistía en una oración escrita por un monje que se guardaba dentro de la bolsita. La superstición sintoísta indicaba que no se había de abrir nunca pues perdía sus poderes y que en caso de querer desprenderse de ella la mejor manera era quemándola. Me aclaró que hoy en día los fabricaban en serie para los turistas y que, por supuesto, no estaban escritos por ningún monje, mas bien al contrario, pues la mayoría son contrarios a estas supercherías. Le agradecí mucho la explicación y me despedí de él.
A los pocos meses publicamos un segundo libro que tuvo un éxito mayor y mas rápido que el primero. Me llamaban de cadenas de televisión y de emisoras de radio; me hacían entrevistas en periódicos y revistas especializadas, incluso en un par en revistas del corazón. Nunca se había visto un fenómeno literario semejante. Al año ya habían traducido mis dos libros a mas de cincuenta idiomas y triunfaban por igual en Vietnam que en Canadá.
Un día que estaba firmando libros apareció Isabel. Venía con mi primer libro en sus manos, se notaba que había sido leído una y otra vez por lo desgastado que estaba. Me dio el libro y me pidió una dedicatoria cariñosa; cariñosa, dijo. Nos enamoramos solo vernos. Isabel era algo mas joven que yo, rubia, muy guapa, con un cuerpo escultural; era lista, simpática, inteligente. Ya sé que parece exagerado y que mujeres así no existen pero si: existen (por lo menos una). Después de una primera época en que estuvimos saliendo casi a diario, le propuse venir a vivir conmigo. Aceptó encantada y a los dos días ya había trasladado sus pertenencias a mi piso y se había acomodado en él.
Aquella tarde, al volver a casa, me la encontré curioseando en mis cosas (la verdad es que no me importaba, al contrario me gustaba). Estaba en mi despacho con un montón de mis recuerdos personales esparcidos por encima del escritorio. Tenía en sus manos el papel con la oración del amuleto japonés. La bolsa, vacía y desatada, estaba, junto a otros recuerdos, encima de la mesa. No le dije nada porque era la persona mas maravillosa del mundo.
Han pasado ya muchos años, volví a trabajar de pasante de notario (mil doscientos euros al mes). El mismo día en que Isabel abrió la bolsa las ventas de mis libros cayeron en picado en todo el mundo. Al cabo de quince días nadie se acordaba de mí. Isabel me dejó cinco minutos después que supiese que se habían acabado los ahorros de las ventas de los libros.
Ahora vivo con María que es morena, bajita, le sobran unos cuantos quilos y no es muy brillante. Nunca le he contado, por si acaso, que un día fui un escritor de éxito.