Casa de las tías
Despertó al niño con un beso. Como cada día desde que había nacido. De eso hacía ya cinco años. Lo cogió en brazos con cariño y lo llevó hasta el lavabo. Le lavó ella misma la cara y las manos; primero un poco de agua, después el jabón y por último mas agua para aclararle. Él. no se quejó de lo fría que estaba el agua, nunca se quejaba. Después lo llevó de nuevo al dormitorio, le quitó el pijama, (¡Dios mío! nunca lo había visto tan delgado, ¡si se le marcan todas las costillitas!), le puso sus mejores ropas y por último los calcetines y los zapatos mas nuevos. Una vez vestido le repasó las uñas (quería que hoy estuviese mas aseado que nunca), le pulverizó el pelo con agua que llevaba un poco de colonia y lo peinó con la raya en la izquierda como siempre. Vió que tenía aún una pequeña legaña en el ojo izquierdo y, cuidadosamente para no hacerle daño, se la quitó con el dedo. Cerró la tele en donde estaban comentando los octavos recortes contra la crisis, le puso la bufanda, el abrigo y los guantes, recogió el sobre de encima de la mesa del comedor y salieron al frío de la calle. El niño le preguntó —¿Dónde vamos, mami? Le miró sonriéndole y le dijo —A casa de las tías, cielo —¿Vamos al pueblo? —Si, cielo, vamos al pueblo. Subieron por Riera Alta, tomaron la Ronda de Sant Antoni, después Casanova, cruzaron Sepúlveda, Gran Vía y Diputación. Al llegar al cruce de Casanova con Consell de Cent se dirigió hacía la puerta de la iglesia de la Mare de Deu del Roser. Cogió al niño en brazos y le dio el beso mas cariñoso que nunca había dado a nadie, ni siquiera a Juan, el padre del niño. Lo dejó de nuevo en el suelo, sacó el sobre de su bolsillo y le dijo: —Esto se lo das a la señora que saldrá por esta puerta— señaló la puerta de barrotes y cristales que tenían delante suyo—Hasta que no salga la señora tu te estás quieto aquí, no te mueves, no te mueves nada de nada ¿lo has entendido? Le dices que te dé un vaso de leche. —Si, mami. ¿Le puedo pedir también unas galletas? —Si cielo, le puedes pedir también una galletas —Esto no es el pueblo, mami —Ya lo sé, mi vida —No quiero que te vayas, mami. —Yo vendré después, mi amor, tengo que ir a hacer un recado. Vendré en seguida. ¿vale? Le dio otro beso enorme, lo colocó justo delante de la puerta, llamó al timbre y se fue. Lo dejó allí, mirando a la puerta, esperando a que se abriese y saliese la señora que le daría leche con galletas. Ella, no miró atrás en ningún momento, ni una lagrima mojó sus ojos: las había gastado todas hacía muchos, muchos días.