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Cada vez que abría los ojos veía los suyos | Cuentos imaginativos y nihilistas utiles para pensar
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Cuentos cortos imaginativos y nihilistas

Cada vez que abría los ojos veía los suyos

ojos

Cada vez que abría los ojos veía los suyos. Abiertos de par en par. Fijos, mirándome. Dos luces blancas en medio de la oscuridad. Era igual que fuesen las doce de la noche que las cuatro de la madrugada. No entendía cómo podía descansar y estar estaba más fresca que una rosa a la mañana siguiente. Ella descansaba, yo no. Era imposible hacerlo con dos ojos que te vigilan a todas horas. Era obsesivo.

Al principio había sido gracioso, “siempre me está mirando ¡cómo me quiere que no me quita vista de encima!”, me decía. “Qué casualidad que siempre que abro los ojos ahí están los suyos, también abiertos, mirándome con amor”, pensaba para mí. “Que cariño, siempre pendiente de mí”, creía. Esos pensamientos fueron cambiando después que, día tras día, semana tras semana, siempre que me despertaba en medio de la noche, cada vez que me levantaba para ir al baño, cada vez que tenía sed y cogía la botella de gaseosa de la mesita de noche, los veía ahí, en la oscuridad. Los notaba hasta cuando estaba de espaldas a ella. Notaba que me miraba y al darme la vuelta, azaroso, veía esos dos brillos en la oscuridad de la habitación.

Por fin un día me atreví a decírselo. Fue a la hora de desayunar, con el café con leche, el zumo de naranja y el bizcocho de un euro del Eroski en la mesa. “Siempre que me despierto te veo mirándome”, le dije. Ella me miró con una expresión de no entender lo que yo le decía y me respondió con un “¡Que tonto que eres!¿Cómo quieres que te esté mirando si estoy dormida?”. A continuación me recordó que hoy no podía venir a comer y que a las seis y media habíamos quedado para ir a ver un piso en la calle Córcega, cerca de la Sagrada Familia. Nunca más volvimos a hablar del tema.

El piso de Córcega resulto no ser de nuestro agrado, pues tenía poca luz y los dormitorios eran demasiado pequeños. Además tenía en medio del salón una caja fuerte, enorme, antigua, que no se podía quitar de allí y que le daba un aspecto de atraco a medio hacer al conjunto, a pesar que se notaba que había sido usada como mueble bar. Volvimos a casa, cenamos, vimos el capítulo de Mentes Criminales y nos fuimos a dormir. A eso de las dos de la madrugada me desperté. Me di la vuelta y allí estaban los ojos. Abrí la luz y los vi cerrados. Apagué la luz y volvieron a aparecer: blancos, fijos en mí. ¿estaría jugando conmigo? Rápido, encendí de nuevo la luz y allí estaban, de nuevo, cerrados. Repetí varias veces la operación hasta que por fin ella se despertó y, mirándome extrañada, me preguntó “¿qué estás haciendo?” No supe que contestarle.

A la noche siguiente, y dado que pensé que mi mujer cerraba los ojos con la misma facilidad con la que yo abría la luz, me proveí de una linterna que escondí bajo la almohada. Esperé hasta que se durmió, saqué la linterna con sigilo, apunté hacia su cara (concretamente en medio de los dos ojos que relucían en la oscuridad) y apreté el botón de encendido. Tras repetir la maniobra no conseguí otra cosa que ver sus ojos cerrados, despertarla y que me dijese antes de darse la vuelta “cada día estas peor”.

Estaba seguro que, aún sin saber como, ella era mas rápida cerrando los ojos que yo abriendo la luz o encendiendo la linterna, en su defecto. Opté por una solución mas tecnificada y con tal motivo me compré unas gafas de infrarrojos, de esas que usan los soldados para luchar en la oscuridad y que por cierto son bastante caras. Las probé por la tarde en el lavabo y a pesar que se veía todo de color verde proporcionaban una correcta definición. Eran tan aparatosas que que no pude esconderlas debajo de la almohada y tuve que hacerlo debajo de la cama. La cosa se demoró porque Paqui tenía poco sueño y no se acostó hasta que acabó de ver el segundo capítulo de Mentes Criminales. Yo me hice el dormido hasta que oí que, por su forma de respirar, ella lo estaba de verdad. La miré y allí estaban sus ojos abiertos, luminosos, mirándome. Me puse las gafas con todo el sigilo del mundo y sus ojos se cerraron. Probé varias veces y el ciclo fue siempre el mismo: con gafas, cerrados; sin gafas, abiertos; con gafas, cerrados; sin gafas, abiertos. Aquella noche no se despertó. Yo, tardé en dormirme sumido en mi perplejidad.

Pasó el tiempo y me acostumbre como se acostumbra uno a todo en la vida, sea bueno o sea malo. Nunca más se lo volví a comentar, no sé porque pero no me atrevía. Paqui quedó embarazada y, en fecha, dio a luz a una niña que pesó tres quilos y medio. Le pusimos de nombre María, como su abuela materna. Paqui y la niña salieron del hospital a los dos días después del parto. Éramos muy felices los tres. Aquella noche sus ojos dejaron de brillar en la oscuridad por primera vez desde que la conocía. Me dormí feliz.

No sé que hora era cuando la luz abierta me despertó. Paqui estaba despierta mirando a la niña. Le pregunté “¿qué pasa, mi amor?, ¿algún problema?”. Mira, me dijo con voz temblorosa, señalando hacia la niña que dormía plácidamente, a la vez que cerraba la luz: en la cuna se podían ver dos pequeños ojos brillantes que nos miraban fijamente.

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