Mundos paralelos
Salvador había conocido a aquella chica por casualidad en aquel pequeño pueblo de montaña. Estaba mirando el arroyo que lo cruzaba cuando oyó llegar al autobús de línea que paró al otro lado del puente de madera. Giró la cabeza para ver que nuevos turistas llegaban y la vio bajar, pequeña, frágil, con unos pantalones de pana, un jersey de cuello alto rojo, una cazadora negra con el cuello de falso borrego, una larga melena rubia, una sonrisa y una mirada como no había visto en su vida. Sintió una sensación hasta entonces desconocida en su interior y, a pesar de su extrema timidez, se lo pensó unos largos segundos, se dirigió hacia ella convencido que era la cosa más bella que había conocido hasta entonces. Le habló sintiendo que cada frase que decía era el mayor esfuerzo que había hecho en su vida y creyó continuamente que era un tonto tartamudo y que la chica lo dejaría después de cada una de las costosas palabras que conseguía decir. Pero no fue así y acabaron dándose, después de más de media hora de conversación (hasta que otra chica mayor llamó a su nueva amiga) los teléfonos el uno al otro. Él lo apuntó al dorso del único papel que llevaba: una foto de su sobrina de dos años.+Salvador, aquel día se sentía más nervioso que nunca, incluso que en las noches de reyes de su niñez. Había pasado casi un mes desde el encuentro y por fin habían quedado. Sería esa tarde a las seis en un bar de las Ramblas llamado el Baviera del que solo sabía que estaba bajando a mano derecha. En el metro sintió la misma sensación, más persistente y aguda, que aquella tarde al lado del rio, pero esa sensación a pesar de ser molesta era a la vez terriblemente atractiva.Salió del metro en la boca de Ramblas, ando unos metros y allí estaba el bar pintado de blanco, con una galería de madera encima del letrero que ponía Cervecería Baviera. Entró en el bar y no la vio, siguió hasta el fondo y allí estaba sentada, casi escondida en la esquina de la derecha, fumando un cigarrillo y con un café en la mesa. Estaba leyendo un libro cuyo título podía ver con facilidad ‘Tot esperant a Godot’. Le causó aún más impresión que cuando la vio salir del autocar. | Salvador había conocido a aquella chica por casualidad en un pequeño pueblo de montaña. Estaba mirando el arroyo que lo cruzaba cuando oyó llegar al autocar que paró al otro lado del puente de madera. Giró la cabeza para ver quién llegaba y la vio bajar, pequeña, frágil, con unos tejanos, un jersey de cuello alto rojo, una cazadora negra con el cuello de falso borrego, una larga melena rubia, una sonrisa y una mirada como no había visto en su vida. Sintió una sensación hasta entonces desconocida en su interior y, a pesar de su extrema timidez, se lo pensó un minuto, se dirigió hacia ella convencido que era la cosa más bella que había conocido hasta entonces. Le habló sintiendo que cada frase que decía era el mayor esfuerzo que había hecho en su vida y creyó que era un tonto tartamudo y que la chica lo dejaría después de cada una de las costosas palabras que conseguía decir. Pero no fue así y acabaron dándose, después de más de media hora de conversación (hasta que otra chica mayor llamó a su nueva amiga) los teléfonos el uno al otro. Él lo apuntó al dorso del único papel que llevaba: una foto de su sobrina de dos años. Salvador, aquel día se sentía más nervioso que nunca, incluso que en las noches de reyes de su niñez. Había pasado casi un mes desde el encuentro y por fin habían quedado. Sería esa tarde a las seis en un bar de las Ramblas llamado el Baviera del que solo sabía que estaba subiendo a mano izquierda. En el metro sintió la misma sensación, más persistente y aguda, que aquella tarde al lado del rio, pero esa sensación a pesar de ser molesta era a la vez terriblemente atractiva. Salió del metro en la boca de Ramblas, ando unos metros y allí estaba el bar pintado de blanco, con una galería de madera encima del letrero que ponía Cervecería Baviera. Entró en el bar y no la vio, siguió hasta el fondo y allí tampoco estaba. Se sentó a esperar, encendió un celtas, abrió el libro que llevaba en la cartera y buscó el punto. Llegó el camarero y pidió una cerveza. Se puso a leer ‘Esperando a Godot’. Al cabo de una hora pagó la consumición y se fue a coger el metro para volver a casa. |
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Texto a dos columnas con tablas Salvador había conocido a aquella chica por casualidad en aquel pequeño pueblo de montaña. Estaba mirando el arroyo que lo cruzaba cuando oyó llegar al autobús de línea que paró al otro lado del puente de madera. Giró la cabeza para ver que nuevos turistas llegaban y la vio bajar, pequeña, frágil, con unos pantalones de pana, un jersey de cuello alto rojo, una cazadora negra con el cuello de falso borrego, una larga melena rubia, una sonrisa y una mirada como no había visto en su vida. Sintió una sensación hasta entonces desconocida en su interior y, a pesar de su extrema timidez, se lo pensó unos largos segundos, se dirigió hacia ella convencido que era la cosa más bella que había conocido hasta entonces. Le habló sintiendo que cada frase que decía era el mayor esfuerzo que había hecho en su vida y creyó continuamente que era un tonto tartamudo y que la chica lo dejaría después de cada una de las costosas palabras que conseguía decir. Pero no fue así y acabaron dándose, después de más de media hora de conversación (hasta que otra chica mayor llamó a su nueva amiga) los teléfonos el uno al otro. Él lo apuntó al dorso del único papel que llevaba: una foto de su sobrina de dos años.+Salvador, aquel día se sentía más nervioso que nunca, incluso que en las noches de reyes de su niñez. Había pasado casi un mes desde el encuentro y por fin habían quedado. Sería esa tarde a las seis en un bar de las Ramblas llamado el Baviera del que solo sabía que estaba bajando a mano derecha. En el metro sintió la misma sensación, más persistente y aguda, que aquella tarde al lado del rio, pero esa sensación a pesar de ser molesta era a la vez terriblemente atractiva.Salió del metro en la boca de Ramblas, ando unos metros y allí estaba el bar pintado de blanco, con una galería de madera encima del letrero que ponía Cervecería Baviera. Entró en el bar y no la vio, siguió hasta el fondo y allí estaba sentada, casi escondida en la esquina de la derecha, fumando un cigarrillo y con un café en la mesa. Estaba leyendo un libro cuyo título podía ver con facilidad ‘Tot esperant a Godot’. Le causó aún más impresión que cuando la vio salir del autocar.
Salvador había conocido a aquella chica por casualidad en un pequeño pueblo de montaña. Estaba mirando el arroyo que lo cruzaba cuando oyó llegar al autocar que paró al otro lado del puente de madera. Giró la cabeza para ver quién llegaba y la vio bajar, pequeña, frágil, con unos tejanos, un jersey de cuello alto rojo, una cazadora negra con el cuello de falso borrego, una larga melena rubia, una sonrisa y una mirada como no había visto en su vida. Sintió una sensación hasta entonces desconocida en su interior y, a pesar de su extrema timidez, se lo pensó un minuto, se dirigió hacia ella convencido que era la cosa más bella que había conocido hasta entonces. Le habló sintiendo que cada frase que decía era el mayor esfuerzo que había hecho en su vida y creyó que era un tonto tartamudo y que la chica lo dejaría después de cada una de las costosas palabras que conseguía decir. Pero no fue así y acabaron dándose, después de más de media hora de conversación (hasta que otra chica mayor llamó a su nueva amiga) los teléfonos el uno al otro. Él lo apuntó al dorso del único papel que llevaba: una foto de su sobrina de dos años. Salvador, aquel día se sentía más nervioso que nunca, incluso que en las noches de reyes de su niñez. Había pasado casi un mes desde el encuentro y por fin habían quedado. Sería esa tarde a las seis en un bar de las Ramblas llamado el Baviera del que solo sabía que estaba subiendo a mano izquierda. En el metro sintió la misma sensación, más persistente y aguda, que aquella tarde al lado del rio, pero esa sensación a pesar de ser molesta era a la vez terriblemente atractiva. Salió del metro en la boca de Ramblas, ando unos metros y allí estaba el bar pintado de blanco, con una galería de madera encima del letrero que ponía Cervecería Baviera. Entró en el bar y no la vio, siguió hasta el fondo y allí tampoco estaba. Se sentó a esperar, encendió un celtas, abrió el libro que llevaba en la cartera y buscó el punto. Llegó el camarero y pidió una cerveza. Se puso a leer ‘Esperando a Godot’. Al cabo de una hora pagó la consumición y se fue a coger el metro para volver a casa.
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Salvador