Montecristo del nº 2
Entró en el estanco. Preguntó a la dependienta si tenían montecristos del número 2. Esta le respondió, con un tono entre indignado y orgulloso, que si, que por supuesto, que en su cava de habanos había montecristos del numero 2, del 1 e incluso de clase A. Al poco le ofreció la caja abierta para que él mismo escogiese uno. Tanto da, respondió a su ofrecimiento, el que usted escoja estará bien. Pagó, cogió el puro y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. No le gustaban los puros y además no sabía fumarlos. La liturgia de cortar una punta, calentar la otra, con una cerilla, antes de encenderlo le parecían actos exagerados, propios de una clase que hacía todo eso para demostrar que su educación era mejor y que podía permitirse el lujo de gastarse el dinero quemando puros habanos caros. Consideraba que fumar sin tragarse el humo no era exactamente fumar. Fumar un puro requería un tiempo del que no todo el mundo disponía (volvía con eso a su idea de que los puros los habían inventado para los ricos que si tienen tiempo) y que los pobres acostumbrados al cigarrillo, que se fuma rápido, con fuertes caladas, recibían su castigo al estropear el gusto del puro por fumarlo como si fuese un cigarrillo. Se sentó en un banco de la rambla, saco el puro de su caja, cortó una punta con los dientes, calentó la otra con una cerilla y, por fin, lo encendió aspirando lentamente. Estuvo fumando tranquilamente sin tragarse el humo durante un largo rato hasta que no quedó mas que una colilla ¿las colillas de puro, también tienen ese vulgar nombre? Se levantó, tiró lo que quedaba del puro al suelo, lo aplastó con el tacón de su zapato y se fue rambla arriba pensando que no, que no le gustaban los puros. Le gustaban tan poco como a su padre al que él, de niño, le regalaba siempre para su cumpleaños un Montecristo del número 2, comprado en parte con sus ahorros y en parte con la ayuda de mamá. Su padre se lo fumaba tranquilamente sentado en una silla a la fresca del terrado, después de comer, mientras que se tomaba una copa de Centenario Terry. Cuando lo había acabado le decía “magnifico puro, hijo mío, el mejor que he probado en mi vida”. Y así, o parecido, cada año. Ningún otro día fumaba un puro. Él, desde que murió su padre, ese mismo día cada año, compra un Montecristo del nº 2 y se lo fuma tranquilamente, igual que hacía su padre, sin gustarle, como a él.