El pito
Vivo en uno de esos pisos de l’Esquerra de l’Eixample de doscientos metros cuadrados, construidos a principios del siglo XX y que han sido reformados. Tardo unos diez minutos en llegar a la oficina donde trabajo y poco mas en llegar a las Ramblas. Saliendo de casa cojo Gran Via, acostumbro a ir por uno de los dos paseos centrales, hasta Plaza Universidad, allí calle Tallers y poco después ya estoy en las Ramblas. Es un camino que hago a menudo con Rosa, sobre todo en primavera y en otoño, pues en verano hay demasiados turistas y en invierno demasiado frío. La calle Tallers es una calle que siempre me ha gustado desde que, cuando era pequeño, iba a visitar allí a una de mis tías. Ahora es una calle llena de casas de discos, muchos de ellos aún de vinilo, y de tiendas en las que puedes comprarte ropa y accesorios heavy metal. En el cruce de Tallers con Ramalleres hay una palmera, único árbol en la estrechez de la calle, que vista desde lo lejos parece anunciar la llegada a un oasis. En la esquina con Ramblas está el Boadas, en cuya barra he tomado los mejores Dry Martini de mi vida.
Aquel día, no recuerdo porqué, hice el recorrido solo. Pensaba llegar hasta la catedral, subir por la calle dels Comtes hasta Ferran, cruzar allí la Via Layetana y por Argenteria llegar a Santa Maria del Mar, iglesia que siempre me ha encantado por su serena belleza y en cuyo interior pensaba estar un rato sentado. Después, posiblemente, me hubiese tomado una caña en uno de los bares del Paseo del Borne y de vuelta para casa.
Al llegar a Ramblas, justo dejar atrás el Boadas, me fije no sé porqué, en uno de esos paquistaníes que antes vendían unos chismes voladores luminosos que tiraban continuamente al aire, para llamar la atención de los posibles clientes, y que luego recogían con gran habilidad antes de caer al suelo. A veces el juguete quedaba colgado en una de las ramas de los plátanos en una brillante y larga agonía que acababa a la vez que las pilas.
Ahora venden unos pitos que te pones debajo de la lengua y al hablar deforman tu voz haciendo que suene como la del pato Donald, con un sonido parecido a un chimichimi.
Cuando pase por su lado me ofreció uno y para demostrarme como funcionaba empezó a hablar. Lo extraño es que no salió el sonido habitual, sino que con voz clara y en perfecto castellano dijo:
—Zaratustra bajó solo de las montañas sin encontrar a nadie. Pero cuando llegó a los bosques surgió de pronto ante él un anciano que había abandonado su santa choza para buscar raíces en el bosque7. Y el anciano habló así a Zaratustra: No me es desconocido este caminante: hace algunos años pasó por aquí. Zaratustra se llamaba; pero se ha transformado. Entonces llevabas tu ceniza a la montaña: ¿quieres hoy llevar tu fuego a los valles? ¿No temes los castigos que se imponen al incendiario? Sí, reconozco a Zaratustra. Puro es su ojo, y en su boca no se oculta náusea alguna9. ¿No viene hacia acá como un bailarín?
Me quede asombrado y pensé ¿Como puede este paqui hablar tan bien castellano y conocer a ese nivel de detalle a Nietzsche?
— Perdone pero ¿ha estudiado usted filosofía en su país?− le pregunto relativamente asombrado pues sé que muchos de estos emigrantes son ingenieros, abogados o licenciados.
Se me queda mirando como sin entender y me responde:
— Amar y ser amado era la cosa más dulce para mí, sobre todo si podía gozar del cuerpo de la persona amada. De este modo manchaba la fuente de la amistad con las inmundicias de la concupiscencia y obscurecía su claridad con los infernales vapores de la lujuria. Y con ser tan torpe y deshonesto, deseaba con afán, rebosante de vanidad, pasar por elegante y cortés. Caí también en el amor en que deseaba ser cogido. Pero, ¡oh Dios mío, misericordia mía, con cuánta amargura no rociaste aquella mi suavidad y cuán bueno fuiste en ello! Porque al fin fui amado, y llegué secretamente al vínculo del placer, y me dejé amarrar alegre con molestas ataduras, para ser luego azotado con las varas candentes de hierro de los celos, sospechas, temores, iras y contiendas.
— Joder ¿también conoce usted a San Agustín?− le digo mas asombrado que antes– De estudiante era uno de mis autores cristianos favoritos.
Me vuelve a mirar como si no entendiese nada, algo mosqueado por el interés que muestro hacía él y por fin dice:
— Entonces, y por esos mismos dioses de los que estamos hablando, explícate con claridad ante esos jueces y ante mí, pues hay algo que no acabo de comprender: ¿O sea que yo enseño a creer que existen algunos dioses, y en este caso, yo en modo alguno soy ateo ni delinco, o bien, dices, por esta parte, que en concreto no creo en los dioses del Estado, sino en otros diferentes, y es por eso por lo que me acusas o mas bien sostienes que no creo en ningún dios y que además estas ideas las inculco a los demás?
Me quedo boquiabierto ¿cómo es capaz de recitar de memoria a Nietzsche, a San Agustín y a Sócrates?
Harto ya de que esté enfrente suyo mirándole con cara de idiota, se quita el aparato de la boca y me dice:
— Dos euros uno, señor.
Antes de que se lo vuelva a meter le repito la primera pregunta:
—¿Es usted licenciado en filosofía?
—Dos euros uno señor − es su monótona respuesta y vuelve a meterse el chisme en la boca.
— ¿ En literatura? − insisto
— Si K′ es un sistema de coordenadas que se mueve uniformemente y sin rotación respecto a K, entonces los fenómenos naturales transcurren con respecto a K′ según idénticas leyes generales que con respecto a K. Esta proposición es lo que llamaremos el “principio de relatividad” (en sentido restringido)..
¡La hostia, ahora la teoría de la relatividad! Esto ha de tener una explicación. Empiezo a pensar rápido y al poco tiempo creo tener la solución. Le indico por señas que se quite el aparato de la boca y le pregunto:
— ¿Quién es Aristóteles? querido amigo – digo con sorna.
— Dos euros uno señor – responde.
¡Bingo! Confirmada la sospecha. ¡No es él el que dice las frases eruditas, si no el juguete!
Le pido que me de el pito que está usando y no me entiende. Se lo indico por señas y no sé que entiende pero pilla un cabreo de mucho cuidado. Se lo saca de la boca y empieza a gritar en lengua rara, que supongo que es urdu. Sigue gritando y los guiris empiezan a rodearnos, nos hacen fotos, incluso una chica joven le pide a una amiga que le haga una foto con el paqui y conmigo, los tres juntos. Me niego rotundamente. El paqui sigue gritando, cada vez mas enfadado al ver el follón que le he montado, seguramente pensando en que no tiene papeles y que en cualquier momento pueden llegar los municipales. Tira el juguete al suelo y lo pisotea con rabia. Me cuesta media hora calmarlo y lograr que los guiris sigan haciendo fotos a las estatuas vivientes y al mercado de la Boquería en lugar de a nosotros dos. Por fin llego a un acuerdo y le compro todas las unidades que lleva encima, le pago unos cien euros y voy rápidamente para casa. Antes recojo el aparato chafado del suelo. Calle Tallers, Gran Vía, Casanova, diputación, ascensor, puerta, despacho.
Pruebo, antes de nada, el pito destrozado. Que sensación mas áspera y asquerosa siento al ponérmelo en la boca. No sale de él ni el mínimo sonido. ¡Mierda! Saco de la bolsa la compra y abro el primero que pillo, me lo pongo debajo de la lengua y empiezo a hablar. Solo se oye el ruido extraño. Pruebo diferentes posiciones: entre los dientes, mas atrás, mas adelante, solo un poco por debajo de la lengua, mordiéndolo, nada. Decepcionado miro las instrucciones escritas en un mal inglés y pruebo a ponerlo de acuerdo al dibujo que hay en ellas. Sigue saliendo el extraño ruido. Un momento, pienso, es posible que yo no lo oiga a pesar que esté funcionando bien. Grabaré mi voz. Pongo en marcha mi iMac y arranco el Quicktime. Lo compruebo con mi voz: un, dos, tres, probando… reproduzco y escucho mi voz nítida: un, dos, tres, probando… Me pongo el pito en la boca, inicio la grabación y hablo. Oigo el chimichimi de siempre. Paro la grabación, la reproduzco y se oye el chimichimi. Tiro el cacharro a la papelera y abro el segundo. Vuelvo a repetir las pruebas por segunda, tercera, cuarta vez, hasta que pierdo la noción del número que de pitos que llevo probados, de forma cada vez mas nerviosa y acelerada. Cuando me doy cuenta han pasado varias horas y he abierto y probado todos.
Salgo corriendo de casa, es medianoche, las calles están casi vacías, sigo corriendo por Diputación, Casanova, Gran Vía, Plaza de Universidad, Tallers hasta llegar a las Ramblas. Todavía quedan turistas y aún hay vendedores ambulantes. Recorro las Ramblas desde Canuda hasta el Liceo parándome en cada uno de los pakistaníes. Me miran extrañados cuando los cojo del brazo para poderlos examinar. La mayoría se limitan a decir: dos euros uno señor. No encuentro al de esta tarde. Hago el recorrido a la inversa hasta Plaza de Cataluña con igual resultado. Sin desanimarme vuelvo otra vez Ramblas abajo y le compro toda la mercancía a los paquis que encuentro hasta que no puedo llevar mas en mis brazos. En ese momento vuelvo con paso apresurado a casa.
Desde entonces, al salir de la oficina, he vuelto cada día a las Ramblas recorriéndolas de arriba abajo varias veces. He comprado miles de cacharros que he llevado a casa y he probado. Mi despacho está lleno de bolsitas de plástico y de pitos tirados por el suelo de toda la habitación. Hace ya semanas que no salgo a pasear con Rosa pero tampoco ella me lo pide.
Como el procedimiento que he llevado hasta ahora no es eficaz he decidido cambiarlo. No tengo tiempo ni espacio para desarrollar la búsqueda como yo quiero. Por tanto he decidido alquilar un local que está vacío desde hace meses cerca de casa. Me ha costado encontrar al dueño del mismo pues al teléfono que ponía en el cartel de “SE ALQUILA” no contestaba nunca nadie. No ha sido hasta el tercer día y después de muchas llamadas que he podido hablar con el propietario. Me ha pedido un precio excesivo pero no he regateado demasiado. Mil euros al mes. Para completar el plan me hace falta personal. Me desplazo a las Ramblas y negocio con varios paquistaníes. Es difícil negociar con ellos porque apenas me entienden y ante cualquier cosa que les digo contestan siempre “dos euros uno señor”. Por fin consigo contratar a dos que hablan un poco de español. Les explico de forma simple en que consiste su trabajo: ir cada día a las Ramblas a comprar los juguetes que se ponen debajo de la lengua, llevarlos al local y probarlos. Cuando haya uno que no haga chimichimi han de llamarme al móvil. Si una vez probados todos hacen chimichimi, han de volver a las ramblas y comprar mas. A cambio de eso les daré veinticinco euros al día. Aceptan. Los acompaño hasta el local, les enseño como funciona la cerradura y la puerta arrollable, les dos ochocientos euros y me voy al trabajo.
Vuelvo por la tarde al local y no hay nadie. Los paquistaníes, a pesar de mis sospechas (pensaba que se habían largado con mis ochocientos euros) han comprado y probado unos cuatrocientos aparatos. Evidentemente sin éxito pues no me han llamado por teléfono.
Así seguimos durante casi un mes sin tener éxito. Mi segundo plan tampoco está dando resultado. Es un problema de escala.
Indago de donde salen los aparatos malditos, donde se fabrican y como son traídos a España. La importadora tiene la oficina en el Pueblo Nuevo. Contacto con ellos. Es una pequeña empresa con empleados chinos con los que apenas me entiendo en una mezcla de español y de inglés. Es difícil negociar con estos chinos, ¡son duros, los cabrones!. Empiezan ofreciéndome la mercancía a mil euros el millar ¡me deben de tomar por gilipollas! Después de una largas negociaciones consigo que me deje el precio en quinientos euros el millar. Plazo de entrega dos meses. Demasiado tiempo, tendré que seguir con el sistema actual hasta entonces. Les paso un pedido de un contenedor de cuarenta pies, es decir cuarenta y un mil seiscientos pitos, lo que me costará veinte mil ochocientos euros. Me hace falta un local más grande, en donde pueda caber al menos un contenedor, que esté cerca del puerto para facilitar el transporte y personal para probar esa cantidad. Calculo que cuatro personas lo pueden hacer en un mes. ¿pero y si no encuentro lo que busco? Entonces tendría que esperar dos meses mas entre prueba y prueba. Lo mejor será que encargue tres contenedores y que cuando acabe el primero encargue otro mas. Así nunca pararemos nunca de buscar. El problema es que eso me costará de entrada cuarenta y un mil seiscientos euros mas. Hablo con los chinos, les digo que les voy a pasar un pedido de otros dos contenedores. Consigo una rebaja hasta cuarenta céntimos la unidad. Así y todo son treinta y tres mil ochocientos euros, y en el banco solo me quedan unos cinco mil. Mañana iré el banco.
En el banco no me quieren dar un préstamo personal de treinta mil euros. Me ofrecen hipotecar mi casa. No lo dudo y acepto. La hipoteco por cien mil euros con la condición que me hagan un préstamo puente de treinta mil hasta que esté todo firmado. Llegamos a un acuerdo y en una semana tendré el dinero. Hablo con los chinos, les ofrezco una paga y señal de tres mil euros para poner en marcha los dos contenedores. No hay manera, o les doy todo el dinero o no hacen el pedido. ¡voy a perder una semana!
Encuentro un local cerca de la Zona Franca en donde se pueden descargar contenedores. No había pensado en el coste del alquiler de este local, mas el que tengo actualmente, mas el sueldo de los trabajadores. Con el préstamo puente no voy a tener bastante. Llamo al banco y después de una larga discusión consigo que me lo amplíen a cuarenta mil. Alquilo el local.
Por la tarde me acerco al local de Diputación y tras ver los resultados negativos del día les comento que en dos meses tendrán que trabajar en otro local y que han de buscar dos personas más. Me miran con una cara que expresa claramente que están pensando que “los europeos están todos locos” ¡Tanto me da!
Han pasado ya dos meses. El contenedor ha llegado y ya están en marcha los dos siguientes. Los cuatro paquistaníes trabajan todo el día probando aparatos. Me equivoqué al darles fiesta los sábados y los domingos y en permitirles jornadas de solo ocho horas. Si trabajasen toda la semana, diez horas al día, podrían probar todo el contenedor en diecisiete días en lugar de en treinta, pero ahora ya no vale la pena cambiar nada pues los siguientes pitos no llegarán hasta dentro de tres semanas. Entonces si que será necesario cambiar horarios.
Ya hemos comprobado todo el primer contenedor (he encargado el cuarto) sin éxito y vamos por mitad del segundo. Sigue sin haber resultados.
Ayer tuvimos problemas. Uno de los paquistaníes se tragó uno de los pitos. Me avisaron enseguida porque la cosa parecía grave. Llegué lo antes que pude. Tenía la cara de color azulado y aún respiraba, aunque con dificultad. Intenté reanimarlo pero no pude hacer nada. Sus últimas palabras fueron chimichimi. Sus compañeros se lo llevaron, lo pusieron encima de un palet y lo empujaron al río Llobregat por el que se alejo rumbo al mar ardiendo.
Segundo contenedor acabado y tercero a punto de acabarse. Nada aún. Tercer contenedor acabado, empezamos el cuarto. Los paquistaníes están trabajando doce horas al día, sábados y domingos incluidos, hemos aumentado mucho el rendimiento pues ellos han adquirido una gran habilidad probando pitos. He instalado, cuando estábamos empezando el segundo contenedor, unas cámaras que vía Internet, me permite controlarlos todo el día, de manera que me aseguro que trabajen, que prueben todos los aparatos y que no me engañen.
Hoy no he podido ir ni a mi trabajo ni a la Zona Franca. Estoy en cama con mucha fiebre. No sabía ni que hora era cuando ha sonado el teléfono. La voz de un paqui me ha dicho:
— Jefe, venga enseguida. Hemos encontrado uno que no hace chimichimi.
— Si no hace chimichimi ¿qué hace?
— Habla
— ¿Habla?- pregunto extremadamente nervioso— ¿y qué dice?
— Jefe, nosotros no entendemos nada de lo que dice, venga.
— Es normal que esa gente ignorante no entienda frases eruditas. Me levanto de la cama, me visto, cojo un taxi y voy directo al local. Cuando llego los veo a los cuatro muy nerviosos (vuelven a ser cuatro pues el muerto lo repuse al día siguiente). Corro hacia ellos y pregunto:
— ¿Cuál es? ¡Quiero verlo y oírlo ya mismo!
Uno de ellos coge un pito, idéntico a las decenas de miles que hay tirados por todas partes, se lo coloca debajo de la lengua y empieza a hablar:
— Yo soy aquel negrito del África tropical, que cultivando cantaba la canción del Cola Cao. Y como verán ustedes, les voy a relatar las múltiples cualidades de este producto sin par.
No puedo creer semejante estupidez. Casi se lo arranco de la boca. Se lo hago poner a otro de ellos.
— ¡Habla!— le grito y empieza a hablar
— Es el Cola Cao desayuno y merienda. Es el Cola Cao desayuno y merienda ideal. ¡Cola Cao, Cola Cao!
No espero mas y desesperado pruebo con el tercer paqui.
— Lo toma el futbolista para entrar goles, también lo toman los buenos nadadores. Si lo toma el ciclista, se hace el amo de la pista y si es el boxeador, bum, bum, golpea que es un primor.
Me siento decepcionado ¡tanto esfuerzo, tanto dinero para que salga la canción del Cola Cao! Se positivo me digo a mi mismo, si después de cuatro contenedores he conseguido un resultado, aunque malo, se trata de seguir probando. Mañana iré al banco ampliare la hipoteca del piso, hipotecaré la torre de Pals y después iré a ver a los chinos y les encargaré cincuenta contenedores mas.
Hará falta contratar a muchos mas trabajadores. Eso ya lo pensaré mañana porque ahora estoy demasiado cansado y sigo con la fiebre muy alta.