Vázquez
Segundo empezó con solo una novedad en clase: Vázquez. Vázquez era un niño gordito, con la timidez propia de los novatos, acentuada en su caso por un acento diferente (Martínez nos dijo que era gallego porque era igual que el de una tía suya que era de Lugo). La gordura, la timidez y el acento no ayudaron a su integración en la clase. Tampoco lo hicieron que no fuese un empollón, ni jugase bien al futbol o que fuese uno de los pocos internos del colegio. El primer día le pusimos de mote el “gordo”, que cambiamos, después de la aclaración de Martínez, por el del “gallego”. El padre Escribano nos lo presentó a todos, diciendo lo que siempre decía cuando venía un alumno nuevo, es decir, que lo tratáramos bien, que era un buen chico, un buen cristiano, que lo ayudáramos en todo y después de eso le dijo que se sentase al lado de Allué, en un pupitre de la segunda fila. Vázquez vestía siempre la misma ropa: la bata a rayas azules y blancas, los pantalones de pana gastados con rodilleras negras, y el jersey azul marino de cuello vuelto con cremallera, que nunca cerraba del todo y ofrecía un hueco bajo su nuca, que usábamos los de las filas de atrás para jugar al básquet con bolitas de papel. Nunca le vimos con una ropa diferente a ésta. Al principio intentó jugar a futbol en los recreos, pero las pocas veces en que era elegido, era para jugar de portero. Al poco decidió pasar a formar parte de los marginados, los que jugábamos a futbol en el lateral de la pista de balonmano, con una pelota pequeña de goma en lugar de un balón de cuero. Vázquez era incluso mas tope que nosotros jugando al futbol, aunque se esforzaba mas que ninguno, y acababa siempre el recreo sudoroso y con la cara enrojecida. Así es como nos empezamos a conocer algo mejor. Me contó que éste era el tercer colegio en el que recordaba haber estado interno, antes hubo uno en Santiago y otro en Vigo. Recordaba con cariño el de Vigo, pues desde él se veía toda la ría con las islas Cíes al fondo. Cuando le preguntaba como eran sus padres, si tenía hermanos, si lo venían a ver los domingos, siempre cambiaba de tema. Solo me contaba cosas relacionadas con los colegios en que había estado y con lo que le había pasado en ellos. Yo, por mi parte le expliqué que vivía en el último piso de la casa mas alta del barrio, que subía las escaleras en el tiempo de contar hasta sesenta y las bajaba antes de contar quince. Le hablé de mi hermana, de sus novios, de mi padre al que casi nunca veía porque siempre estaba trabajando, de la gata que tuvimos y que murió de un corte de digestión al comerse unas sardinas, y mucho de mi madre (tema que le gustaba aunque nunca lo dijese) que alternaba los besos y los abrazos, con las bofetadas cuando hacia alguna trastada. Con estas conversaciones hicimos algo de amistad y los sábados por la tarde, y los domingos después de la misa de doce, lo buscaba para jugar un rato en el patio. Cuando lo conocías te sorprendía su capacidad creativa, pues siempre se estaba inventando historias y cuentos, sustituyendo y evitando, el contar la realidad a cambio de fantasías. En esos momentos sonreía, se le veía feliz y al acabar cualquier narración añadía, como epilogo de la misma, que de mayor quería ser escritor como Valle Inclán. Un sábado me sorprendió sacando una pequeña caja con cuadrados pintados de color blanco y negro, cada uno con un agujero en su centro. Abrió la caja de la que sacó unas pequeñas figuritas de madera que clavo de manera ordenada en los agujeros, las rojas a un lado y las blancas enfrente. ¿sabes jugar al ajedrez?, me dijo. Ante mi expresión continuó con un no te preocupes que te enseño. Esto es un peón—dijo cogiendo una de las figuras mas pequeñas— y se mueve hacia delante solo un cuadrado, menos en la salida que puede moverse dos. Mata de lado, así, en diagonal. En clase sacaba cincos o seises en todas las asignaturas, menos en lengua en que sacaba sobresalientes y en gimnasia que siempre suspendía. En lengua pronto pasó a ser el alumno favorito del padre Carlos que lo sacaba casi todos los días a la pizarra, para que le ayudase apuntando lo que el dictaba o para que leyese fragmentos de poesías o de narraciones, pues Vázquez leía muy bien: hacía las pausas necesarias y daba la entonación adecuada a cada una de las frases. Leyendo era otro de los momentos en que lo veías sonreír. Después de las vacaciones de Navidad, con las que llegaron el frío intenso y los sabañones, el padre Carlos dejó de sacarlo a la pizarra y su nota de lengua empeoró hasta igualarse con la del resto de asignaturas, para poco después pasar a suspenderlo todo. Dejó de jugar con nosotros al futbol, decía que no tenía ganas, y que prefería repasar las lecciones en lugar de jugar. Él, que nunca había sido muy de iglesia, se hizo monaguillo y ayudaba en la misa a la que asistíamos cada mediodía. Allí lo veíamos con su túnica roja, con el jersey azul asomándole por el cuello, y su esclavina blanca, acompañando al sacerdote, tocando la campanilla o sujetando un cirio. El fin de semana, cuando lo buscaba para jugar un rato, raramente lo encontraba y si lo hacía, casi nunca tenía ganas de ello o había otras cosas mas importantes, decía, que tenía que hacer. Solo seguíamos, de manera ocasional, echando alguna partida al ajedrez. Colocaba las fichas, jugaba en silencio y al acabar las metía en la caja, la cerraba y se la guardaba en el bolsillo de la bata. Nuestra relación se fue enfriando aunque siguiese contándome alguna historia y de tarde en tarde consiguiese que, además del ajedrez, echásemos unas canastas juntos en la pista, que era lo que a mi me gustaba. Empezaron a correr rumores de que pasaban cosas raras por las noches en el internado. Ese mundo era visto por nosotros como algo extraño, contribuyendo a ello la prohibición de bajar al semisótano, que era en donde estaba. Siempre habían habido historias de túneles, que salían desde el mismo dormitorio y acababan en un colegio vecino de monjas (decían que se habían hecho en la guerra como protección de bombas y de asaltos de los rojos); de tumbas ocultas que se remontaban a los primeros mártires cristianos; de habitaciones macabras en donde, en otras épocas, se encerraba durante semanas a internos que no se portaban bien; de bebés muertos momificados por el paso del tiempo. Cuando le preguntabas a cualquiera de los internos por fantasmas, gritos desgarradores o ruidos extraños, éstos simplemente decían que todo seguía como siempre, que no pasaba nada, lo que acrecentaba aún mas los rumores, pues todos estábamos convencidos de que mentían por miedo a los curas. Con Vázquez intenté saber si había algo de verdad en todo eso, si pasaba miedo por las noches, si se oían cosas extrañas, y él, muy serio me explicó que hacia una semana habían escuchado unos ruidos extraños al fondo de la sala en la que dormían, el extremo en que estaban las camas vacías, pues el internado no estaba lleno. Al principio no hizo nada, pensando que eran imaginaciones suyas, pero al repetirse le preguntó a Miguel, su vecino de cama, si oía las mismas cosas que oía él. Este le dijo con voz queda que sí, que oía cosas raras al fondo de la sala. Después de discutir un rato acerca de si iban a mirar o no, decidieron ir. Se les unieron Martínez y Barlet. Los cuatro se dirigieron iluminados por la linternas que escondían de los curas hacia el final del pasillo. Allí estaba la puerta de siempre y escucharon, a su través, voces que murmuraban de manera repetitiva y monocorde. Pegaron sus orejas a la madera de la puerta, para oír mejor, cuando Barlet les dijo que no estaba el candado de siempre. Era cierto, la puerta estaba sin candado, lo que les permitía abrirla. El mas valiente fue Martínez que no solo la abrió, sino que se introdujo por ella hacia la zona desconocida. Los otros tres, excitados por la aventura lo siguieron sin dudar. Ante ellos, iluminado por la pobre luz de sus linternas, se veía un largo pasillo, lleno de telarañas y de enseres antiguos del colegio. Avanzaron despacio, en fila india, hasta llegar a una habitación de la que partían tres pasillos mas. Se pararon para decidir por donde seguían, cuando de repente vieron una figura blanca, iluminada como por velas parpadeantes, en el pasillo de enfrente. La aparición coincidió con un grito espeluznante, que hizo que todos ellos diesen media vuelta, corriesen atropelladamente hacia la puerta de entrada, la cerrasen, se metiesen en sus camas y se tapasen hasta la cabeza, mientras se hacían los dormidos. En ese momento, Vázquez pudo escuchar claramente como la puerta de madera, que habían dejado abierta, se cerraba con estrepito. Me aseguró que segundos después notó pasar el frio al lado de su cama. Después de contarme la historia Vázquez sonrió como siempre que acababa de contar una y añadió, como siempre, que de grande quería ser como Valle Inclán. Esa historia fue una de las últimas que me contó. Un domingo después de misa lo encontré sentado en el suelo del atrio. Iba vestido como siempre, con la bata a rayas, los pantalones de pana y el jersey azul. Estaba leyendo un tebeo viejo del capitán Trueno. Al verlo me acerqué a él y le dije que si quería jugar un rato a algo. Me contestó que no, que no tenía ganas de nada de eso. Cuéntame entonces una historia, me gustan mucho las que me cuentas, le dije. Tampoco tengo ganas de inventar historias, y si te contase una de verdad no te la creerías. ¿Es sobre el sótano? ¿Ha pasado algo mas? Cuéntamela, me la creeré, te lo prometo. Pero volvió a su lectura y no dijo nada mas. Yo le insistí hasta el punto que recogió sus cosas del suelo, se levantó y se fue sin decirme nada. Fue la última vez que estuve a solas con él. En semana santa el colegio permanecía cerrado. Aunque hubiese estado abierto tampoco hubiese ido a jugar, porque estaba prohibido durante esa época jugar, cantar o gritar. Por eso, aunque sabía que a Vázquez no lo iban a ir a buscar sus padres, no me acerqué ningún día por el colegio, salvo para asistir a las obligadas misas y conseguir que me sellasen la cartilla de asistencia. En ninguna de ellas lo vi oficiando de monaguillo. El martes cuando volvimos de las vacaciones, Vázquez no estaba sentado en el pupitre de la tercera fila, ni en el de la penúltima ni en ninguno. Aunque casi nadie lo echó en falta, el padre Escribano se vio en la obligación de explicarnos, antes de iniciar la clase de matemáticas, que los padres de Vázquez se habían ido a vivir a una ciudad lejana, y que lo habían tenido que cambiar de colegio. Que Vázquez le había encargado que se despidiese en su nombre y que lamentaba mucho dejar tan buenos amigos en el colegio. En clase de lengua se presentó el señor Roig, el de dibujo, quién nos dijo que, a partir de ahora, él daría las clases de lengua y que del internado se cuidaría el padre Ramón. Añadió que al padre Carlos se le había despertado la vocación misionera y se había ido voluntario a una aldea en África, en la que había una iglesia y un pequeño colegio con muchos negritos a los que había que llevarles la palabra del Señor. Acabó pidiéndonos que nos pusiéramos de pie y rezáramos un padrenuestro rogando a Dios que ayudase al padre Carlos en tan humanitaria y peligrosa misión.